Publicado en "Acercar a la Gente" Nº 85 del 20/12/2007
Mis recuerdos de hoy tienen como actor principal al silencio, no como la falta absoluta de sonidos sino como la ausencia de sonidos creados por el ser humano, o mejor dicho generados por el hombre o por cualquier otra cosa creada por él.
Pensar en las noches de verano en las que el sueño no viene y, para refrescar el interior de la casa, todas las ventanas quedan abiertas, me hace rememorar el concierto nocturno de grillos, sapos y ranas alentados por el silencio humano, la ausencia de voces, de motores, de cualquier tipo de ruido vinculado a las personas. Era la época de la ruta 94 angosta, cuando no existía la gran curva de pavimento que ahora esquiva el centro de Santa Isabel. En aquel entonces los autos que circulaban durante la noche, que eran muy pocos, iban adelantando su llegada con el roncar de un motor bien lejano, se oía también el golpe de las cubiertas sobre las franjas de brea de las uniones del pavimento y, a medida que más cerca se encontraba el vehículo, más separado se hacía el tap-tap de las ruedas y la brea. Luego el ruido se alejaba, el auto se iba a otros destinos nocturnos y el pueblo se sumergía nuevamente en su silencio humano, pleno de ruidos naturales. Siguiendo con las noches de verano, ¿cómo olvidar las transmisiones nocturnas de OPSI? Todo el mundo se sentaba a la vereda, luego de la cena, a recuperarse del tufo diario tomando el fresco de la noche, llenándose los ojos con el espectacular cielo veraniego y escuchando la música de entonces hasta que, no sé a que hora, terminaba el concierto, se callaban los parlantes esquineros y la noche en ese momento enmudecía.
De aquel tiempo ya lejano me llega el resoplido de la locomotora a vapor y de su silbato, que perforaba las noches somnolientas del pueblo, cuando todos los días llegaba desde Rosario a eso de las 22:00 hs. La rutina era parar en la estación del centro (donde está la terminal de ómnibus) esperar que baje casi nadie y luego seguir hasta la estación del Este (frente al frigorífico). Allí hacía las maniobras para posicionar la máquina como para emprender el regreso (en aquella época Santa Isabel era terminal de línea férrea), pues al otro día a las 4:00 hs. volvía a Rosario, nuevamente horadando el silencio con su silbato; así todos los días de todos los meses hasta que un grupo de vivos gobernantes levantó el servicio para regalarlo a la empresa que pasa por nuestras vías con locomotoras diesel y un larguísimo convoy de vagones de carga. Al igual que ahora, el tren se iba hasta que su sonido se perdía en la lejanía quedando Santa Isabel entero dormido en su sordera, ausente de sonidos.
Recuerdo también de mi niñez el silencio sagrado que me invadía cuando entraba al templo de la iglesia Católica y no había nadie dentro; era como encapsularse en un sitio donde nada parecía emitir ni el mas mínimo ruido (no es como ahora en que los desfiles de motos paseando alrededor de la plaza impiden hasta escuchar al vecino de banco).
Yendo a lo deportivo me resulta imposible olvidar cuando, durante un clásico jugado en la cancha de Juventud, un defensor rosarino de Belgrano (bastante morrudo) fue a cortar una pelota aérea que venía a buscar Marito Tontarelli en un avance de los verdes. Mario recién estaba probando en primera y era un pibe tiernito y sucedió el choque inevitable; creo que nadie que estuvo en la cancha ese día olvidará el ruido a hueso roto que provocó el golpe... y el silencio enorme, macizo, en el que toda la gente del estadio se sumió. Fueron minutos que parecieron siglos hasta que llegaron los bomberos y se llevaron al inconsciente Mario en la ambulancia con una conmoción cerebral que cedió luego de horas de angustia interminable.
Siguiendo con lo deportivo y mucho mas acá en el tiempo, recuerdo el silencio belgranista cuando, en la definición del campeonato, la gente de Hughes metió el gol del empate y al final, cuando terminó el partido todos los jugadores (de un bando y de otro, tirados en el campo de juego como si una ráfage de metralla los hubiera abatido) y las hinchadas quedaron mudas: el campeón no estaba en esa cancha sino que festejaba en María Teresa. No puedo decir lo mismo del episodio ocurrido en el último clásico, allí la hinchada roja terminó muda pero no el estadio en sí: había una gran masa de gente festejando el triunfo, extrañamente dentro del campo de juego, absolutamente fuera de lugar.
Si pasamos a lo laboral, por desgracia nuestro pueblo vivió muchos cierres de empresas que trajeron, aparte de miseria y tristeza, una ausencia de sonidos propios de la producción que creo que duele mucho más que los ruidos molestos que generan las fábricas al trabajar. La “Prolacón" ó "fábrica de leche” como se la llamaba, un día enmudeció y un barrio, un pueblo, extrañó su ronronear. Lo mismo pasó con el “Molino Harinero”; mudos los motores de las prensas y las cintas transportadoras, nunca más en el pueblo vimos a los obreros que, a la salida del trabajo, pasaban en sus bicicletas, blancos del polvillo de esa harina que sería pan para muchas bocas con hambre.
Silencio, mutismo o la nada, eso experimentábamos “los de mantenimiento” cuando parábamos las máquinas en la crisis del 2001/02. El frigorífico tiene sus ruidos que dependen del día de la semana y también de los momentos del día; los gritos de los cerdos y de los corraleros al recibir la hacienda o durante la faena; los camiones que todo el día entran y salen trayendo chanchos o llevando mercadería; el zumbido de los motores del sistema de refrigeración o las alarmas de la caldera; pero cuando quedaba todo parado el silencio te acribillaba, era como si el monstruo bufoso del frigorífico se muriera; no se oía nada de nada, solo la desesperación de la fábrica parada, solamente el ruido del viento moviendo las plantas del monte de enfrente y el terror de pensar que la fábrica pudiera enmudecer definitivamente. Por suerte y gracias al sacrificio de muchos, “el frigo” volvió a rugir con más fuerzas.
Por último quiero expresar algo que me quedó grabado en la memoria, algo sin precedentes dentro de lo que me ha tocado vivir. Me refiero a la hora del sepelio del Ing. Tirelli; no recuerdo haber vivido una ausencia tan prolongada de sonidos humanos, si hasta parecía que la naturaleza misma se plegaba al duelo y daba la impresión de que no se oía absolutamente nada. Recuerdo la gente que se arrimaba al paso del cortejo, por todos lados, en todas las esquinas y un silencio total, absoluto, oprimente. Nunca el pueblo estuvo tan callado, fue como si “el Loco” ese día se hubiera llevado todos los ruidos de Santa Isabel.
Tanto hablar de los silencios, hoy no tengo palabras para contar todo lo que estuvo pasando últimamente en Santa Isabel, por eso callo...
Gerardo M. Severini
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