Por Norberto Oscar Dall’Occhio
En las décadas de 1940 y 1950 era común en los pueblos de la región la llegada de circos, calesitas y parques de diversión ambulantes, que recorrían distintas localidades.
En Santa Isabel, con el consiguiente permiso de la Comuna, los circos instalaban su carpa en algún baldío cercano al radio céntrico.
Un lugar preferido era el gran baldío existente entre las calles Brasil, Mitre, Corrientes y Sarmiento. En la manzana sólo se había construido una vivienda en la esquina de Sarmiento y Brasil. En 1949 en la esquina de Mitre y Brasil se había colocado un gran cartel anunciando que en ese predio se construiría la nueva Usina Eléctrica. Un frustrado proyecto para el pueblo, que poco tiempo después sufrió por varios años la falta de luz. Los circos generalmente tenían permiso para quedarse unos 30 días y algunos artistas y colaboradores enviaban a sus hijos durante su estadía a las escuelas primarias locales.
En los espectáculos circenses, después de terminados los números desarrollados en la pista, con la actuación de trapecistas, equilibristas, malabaristas, contorsionistas, tonys y payasos y a veces algún mago, la función finalizaba con una representación teatral.
Estas representaciones escénicas forman parte de la historia grande del teatro argentino teniendo en cuenta que llevaron adelante estas expresiones artísticas circenses a todos los pueblos del interior, a veces huérfanos de toda actividad cultural, cuando aún no existían el cine, la radio ni la televisión. Una tema infaltable por su gran repercusión en el público en general era la representación de “Juan Moreira” basada en la obra literaria de Eduardo Gutiérrez. A partir de la década de 1880 la versión teatral de la trágica vida del gaucho Juan Moreira comenzó a interesar y a difundirse con gran éxito en los pueblos de campaña por intermedio de los circos. Además, en la cartelera de ese entretenido mundo circense abundaban títulos pertenecientes al sainete criollo, entre otros, del destacado escritor Alberto Vaccarezza (“El Conventillo de la Paloma” - “Lo que le pasó a Reynoso”) y numerosos temas del autor Alberto Novión (“Bendita Seas”).
El precio de la entrada era bastante accesible. La gente se ubicaba en la platea que rodeaba la pista. Los jóvenes preferían sentarse en las gradas, una tribuna pequeña cercana a la puerta de entrada, sitio donde el valor de la entrada era menor. En ese lugar, al que llamaban “Gallinero”, siempre solía asistir algún gracioso, que lanzaba expresiones verbales que provocaban la risa de la gente. Si sus dichos superaban cierto límite o molestaban, las autoridades del circo pedían la intervención policial.
En algunas ocasiones también recalaban circos de gitanos, que a veces le traían dolores de cabeza a la Comuna, pues se excedían en su estadía y por diversos motivos no querían abandonar el pueblo.
En cuanto a las calesitas y parques de diversiones, ocupaban los baldíos en un espacio más reducidos comparado con el que utilizaban los circos. Uno de los lugares preferidos era el terreno de la esquina de José Ingenieros y 25 de Mayo en diagonal a la plaza.
Se premiaba con una vuelta gratis al niño que sacaba la sortija, que estaba embutida en la base de una especie de pera de madera. Con rápidos movimientos el calesitero movía la pera permanentemente, sostenida con una de sus manos. Era una forma de hacer más difícil la obtención de tan preciada pieza por parte de los pibes.
En algunas oportunidades en las últimas horas de la noche cuando ya se habían retirado los niños, aparecía alguna barra de muchachos que subían a la calesita y como si fueran pibes pretendían sacar la sortija, sin importarles la forma. En ese intento de los jóvenes a veces se producían duros forcejeos con el calesitero y la cosa no terminaba bien.
Algunos testigos solían contar que en la década de 1920, las calesitas funcionaban a través de la tracción proporcionada por un caballo, que se colocaba en la parte interna, entre la plataforma de madera para el público y el eje central que hacía girar la calesita. Esos testigos comentaban que cuando el calesitero ponía la música de organito, el caballo automáticamente comenzaba a caminar. A veces en horas de la noche aparecían algunos muchachos pícaros y se mandaban una de las suyas. Cuando la calesita ya estaba en movimiento uno de ellos mediante el uso de una jeringa le tiraba un líquido picante debajo de la cola del equino. La reacción del indefenso caballo era inmediata y comenzaba su alocada carrera sin control ante el espanto del calesitero, la desesperación de aquéllos que estaban arriba y se tiraban de la calesita, además de la conmoción que el hecho provocaba en el público presente. Semejante salvajismo terminaba con los responsables en la comisaría.
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